viernes, marzo 03, 2006

 

Cuentos de Jano: La Bestia. Capítulo 1: Dos amigos



El Doctor Martín revisaba exhaustivamente su recién adquirida PDA; un modelo de última generación por el que había desembolsado la nada despreciable cifra de trescientos euros. En realidad ya sabía manejar perfectamente el aparato pero necesitaba hacer tiempo porque una vez más el doctor Beltrán llegaba tarde. El restaurante estaba más vacío de lo normal y no tuvo problemas en encontrar una mesa; se comentaba que habían abierto uno nuevo al final de la calle y como ese día lo inauguraban los menús estaban a mitad de precio y claro está los hambrientos comensales acudieron en tropel. Ramón Martín, sin embargo, llevaba diez años comiendo allí y no se movería aunque regalasen langosta y caviar. No le gustaban los cambios. Les había cogido miedo.

Giró la cabeza y contempló a través de la enorme vitrina de cristal. Fuera llovía a cántaros, una tarde típica de finales de octubre; los cielos grisáceos le daban a la ciudad un aspecto tétrico, oscuro, como si algo terrible fuese a suceder; los viandantes se protegían con enormes paraguas y era difícil verles los rostros; el tráfico estaba complicado y el ambiente tranquilo del restaurante semivacío era a menudo interrumpido por el molesto pitido de los claxon. Ramón consultó su reloj, una vez más, para calcular que su histriónico amigo llevaba ya diez minutos de retraso. Tampoco le gustaban esos momentos, las horas muertas. Le daban tiempo de pensar, pensar en lo que no quería. A sus cuarenta y tres años era un psiquiatra de prestigio, pero no se sentía muy distinto de los pacientes que trataba; de los más suaves desde luego, porque en su dilatada experiencia había tratado con la mentes más trastornadas que te puedas imaginar. Ese precisamente era su mayor temor. Volverse como ellos.

—Señor le tomo nota?—la dulce voz de la camarera le despertó de ese letargo; Estaba frente a él, libreta en mano y deseosa de despacharle.

—Emmm… no gracias, mi acompañante debe estar a punto de llegar

Esbozó una sonrisa, asintió y se alejó de la mesa; Ramón no pudo ni quiso evitar examinarla. Debía de tener unos veintidós años y era descaradamente atractiva; cabello castaño oscuro, largo y liso. Los ajustados pantalones destacaban aún más sus curvas y pudo apreciar también unos generosos pechos pese a la blusa holgada. No le duraría ni dos minutos a esa chica. Se había acostado con muchas chicas así en los primeros años de facultad. ¡Qué tiempos aquellos! Aquel joven de pelo rizado y patillas sentía que se comería el mundo. Ahora el mundo le devoraba a él. Se había convertido en un tipo gris y aburrido, cuya principal afición era tumbarse en el sofá a escuchar los discos de Bill Evans hasta que se quedaba dormido. No salía con una mujer desde hacía un año, y llevaba más de tres sin acostarse con una. Una mala racha le decían… sí, pero duraba demasiado, y lo peor de todo, no sabía frenarla. Se refugiaba en el trabajo, llegando incluso a las catorce horas diarias, pero eso no hizo sino empeorar las cosas. La psiquiatría no es una buena distracción cuando coqueteas con la depresión. Después de su divorcio no tardó en darse cuenta de que apenas tenía amigos y que estaba solo. El insomnio y la ansiedad no tardaron en aparecer; las benzodiazepinas tampoco. Por suerte nunca le gustó demasiado el alcohol, pero los psicofármacos se habían convertido en compañeros inseparables. Los únicos.

Eso era lo que más le jodía, la soledad; la sensación de vacío, de que cada día es una copia del anterior. Como si caminase en círculo. Y cuando funcionas así en cierto modo te acabas acostumbrando a la soledad, la conviertes en una protección; una especie de síndrome de Estocolmo. Le gustaba encerrarse en casa por mucho que odiase estar solo; sentía simpatía por su secuestradora y lucharía contra aquel que quisiese detenerla. Era bastante sencillo y siempre tenía igual final.

Apuró el último vaso de agua y volvió a consultar su reloj; veinte minutos de retraso. No esperaría más; tanto pensar en sí mismo le había quitado el apetito así que prescindiría de la comida. Se levantó y cogió su abrigo; iba a abrocharse la gruesa cremallera cuando una figura atravesó la puerta y tras quitarse el gorro de lluvia dejó ver su rostro. Alberto Beltrán había entrado en escena; examinó rápidamente el local y tras localizar a Ramón hizo un gesto con la mano. “Perdón” quería decir, aunque bien podría interpretarse como “gracias por esperar capullo”. Sus ojos detectaron enseguida a la camarera y una sonrisa lasciva recorrió su rostro. Y es que Alberto era conocido por ser bastante desvergonzado; en los primeros años de ejercicio de la profesión se acostó con una paciente, una atractiva mujer aquejada de un trastorno de fobia social. Ella quedó embarazada y abortó, lo cual empeoró su enfermedad. Lo demandó y estuvieron a punto de expulsarle del colegio de médicos, pero al final gracias a Ramón todo quedó en una simple advertencia (tenía mano con el presidente). Estaba seguro de que había vuelto a hacerlo, pero prefería no saberlo. Si Alberto caía, caería con él. Así pues escogió la ignorancia. Tras quitarse el parka tomó asiento y suspiró.

—Perdona Ramón, no veas el atasco que hay

—Qué tal Alberto, una vez más puntual—la conversación consigo mismo le había puesto de mal humor

—Y tú siempre tan simpático; ¿sabes?, no hay que ser psiquiatra para darse cuenta de que eso es que no follas nada.

—Vete a la mierda Alberto.

—Me salvaste el culo una vez y por eso te estaré eternamente agradecido; pero eso no significa que siempre te diga las palabras que quieres oír. Bueno, no es momento de discutir; ¿qué es eso tan importante que querías comentarme? ¿Te has hecho ahora detective o qué?

Continuará


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